¿Cómo te llamás?

Dijo que se llamaba Bruna. Me sorprendió, quedé con el sorbete en la boca, mirándola fijamente y chupando aire.
Nunca se me ocurrió que una mujer pudiera llamarse Bruna. Bueno, tampoco imaginé que un hombre pudiese llamarse Gracielo o Vaneso. Son muchos los nombres que tienen su correspondiente masculino y femenino, y que ambos quedan bien: Alejandro-Alejandra; Daniel-Daniela; Fernando-Fernanda; etcétera. Haciendo un esfuerzo auditivo se puede aceptar Federica, Bernarda o el setentoso Roberta, pero ¿qué tipo de padres podía haberle puesto a su hija el disprosódico y cacofónico nombre de Bruna?
Bueno, puedo imaginarme qué tipo de padres: ésos que no se dan grandes lujos en la vida y que piensan que al estamparle un mote así a su hija, están saliéndose de los marcos impuestos por la sociedad, los que creen que con ello van a evitar que sea una-más-del-montón. ¡Claro, Agustina, Florencia, Verónica o Luciana les parecieron nombres ordinarios! Habían pensado también en Ayelén, Luzmila, Estrella, Nayla, Ágata, Miel, Todaflor, Arcoiris, Cannabisativa; pero les sonaban demasiado beatniks. Bruna les pareció la opción perfecta.
Hablemos claro, salgamos por un momento del lugarcito al que nos llama el orden y el recato y confesémoslo sin ambages: Hay nombres que delatan la personalidad de los padres del portador.
Si alguien se sintiera fuertemente impelido a mostrarse como un individuo liberado de los cánones sociales, debería tatuarse una rosa en el omóplato, un tribal en el tobillo, o ponerse un piercing en la lengua y ya; pero, adosarle semejante estigma a la sangre de su sangre, condenar a una inocente a las burlas de hordas de futuros compañeros de colegio y amigos, me parece demasiado, qué embromar.

Sea como fuere, me fui con Bruna a casa. Y brindé por sus papás.