9 de junio de 2018

El pinchazo



Después de leer más de tres horas seguidas, exhausto y sofocado por el calor del verano madrileño que parece haberse concentrado todo en ese pequeño cuarto de hostal, Daniel deja el libro de Banville al lado de su cuerpo: está recostado de través en la cama y tiene los pies apoyados sobre una silla de madera que -aunque él lo desconoce- alguna vez perteneció a un pintoresco bar de Praga. Recién al abandonar la lectura descubre que sus músculos y tendones están entumecidos y que le duelen muchísimo, tanto que incluso llega a imaginar que las rodillas se le han ido hacia atrás, como las patas de un pájaro. Baja las piernas al suelo, se queja con un uy, uy, uy de anciano prematuro, se frota los ojos y, mientras bosteza sonora y profundamente, se estira lo más que puede. Cuando se afloja, al pasar la mano por la sábana, siente un pinchazo en el dedo, tan fugaz e intrascendente que Daniel lo percibe más como una contrariedad que como un dolor. Veamos, cómo va a pincharme algo en la sábana, esto es muy peligroso, mira si..., se advierte, y comienza a buscar sin mirar, pero en la tela no hay nada. Todavía de espalda, pasa varias veces las manos por encima de su cabeza y por los costados del cuerpo y solo siente el tacto suave de la ropa de cama. Se yergue, gira y queda boca abajo, inicia, ahora sí, una búsqueda más detallada y nerviosa que va abarcando una mayor superficie que incluye también la almohada, a la que le quita la funda y le revisa sus partes íntimas con mucho detalle y nada de respeto. Tiene que haber una aguja, se dice, o un alfiler, un clip de cabello, una astilla, un hilo de cobre, una espina de pescado, no sé, algo; sin embargo, el objeto punzante no aparece. No puede ser, reflexiona, esto no es normal, el pinchazo yo lo sentí, no estoy loco, y por más que busque y busque no encuentro nada, acá tendría que haber una cosa con punta que incluso podría lastimarme un ojo. Se levanta, estira las sábanas con excesivo cuidado, coloca la almohada contra la pared y le da unos golpes para afofarla, mientras resopla con fastidio. Vuelve a tenderse de espalda, sube las piernas a la silla, alarga el brazo derecho y, de memoria, toma otra vez el libro de Banville. Es El mar, el nombre del libro, claro está, pero no recuerda en qué página lo dejó, solo sabe que en esa parte Max decía que “crear” era una palabra demasiado grande y que debería ser reservada apenas para los verdaderos creadores. Pasa hojas al azar, de adelante hacia atrás y de atrás hacia adelante, pero el trecho no aparece. Tiene que estar por aquí, me interesa eso de la creatividad, se dice, para justificarse por la demora. En ese momento se da cuenta de que el párrafo en cuestión se le está escabullendo de la misma forma que la aguja en la sábana. Coincidencia, hado, concomitancia, proporción áurea, 1 más la raíz cuadrada de 5 y todo sobre 2. Por favor, qué estupidez, qué me importa a mí el trecho y la historia y toda la obra de Banville si... Disgustado, arroja el libro con tanta violencia que golpea contra la pared y cae al piso, al lado de la puerta de la habitación. Él nunca lo sabrá, pero queda abierto justo en la página que tanto buscaba. Daniel gira su cuerpo hacia la derecha y se acurruca como un bebé, junta las palmas y usa sus manos de almohada, en ese momento ve -un poco desenfocado por la excesiva proximidad- que en su dedo índice de la mano izquierda hay una gotita de sangre, pero en vez de angustiarse por la confirmación del absurdo, esboza una sonrisa. Oh, Desdichado, Soberano de la vigilia, Desertor de los sueños bellos, descansa un poco ya, se reconviene. Entonces cierra los ojos y se imagina a sí mismo conduciendo un auto por la BR101, una carretera que, en ese trayecto que ahora él tiene en mente -el que une Rio de Janeiro con Angra dos Reis-, es muy estrecha y sinuosa. De un lado están los morros de la Mata Atlántica, del otro el océano, colosal, diáfano, turquesa, con la superficie apenas rizada aquí y allá por la brisa. A medida que acelera el auto es la tranquilidad la que avanza y le hace cosquillas, primero en la nuca, luego en la espalda, en los muslos y cuando llega a la punta de los pies Daniel experimenta una sensación de paz tan intensa que no piensa en otra cosa que no sea dar un volantazo hacia la izquierda para salir del camino y desbarrancarse, hundirse en este otro mar suyo que intuye más oscuro que el de John Banville. Siente que al menos en algo ha superado al autor irlandés y eso le saca otra sonrisa, efímera, pues a los pocos segundos ya está durmiendo.

21 de febrero de 2018

San Pedro


Era la una de la tarde y hacía un calor sofocante, solo las chicharras parecían disfrutarlo y nos lo hacían saber tocando a toda orquesta su terco hit de cada verano. Íbamos caminando por el borde del río, el sendero no era muy claro, estaba escondido entre pastos altos y troncos derrengados o caídos por el constante embate del agua, pero sí se notaba que varias personas ya lo habían transitado antes, seguramente buscando alejarse de las zonas más concurridas, como el paseo público o las playas del Club Náutico o las del Club de Pescadores. Lucila iba adelante, llevaba un bolso con el mate, galletitas, una lona, el celular, unos parlantes bluetooth y otras cosas más para pasar toda la tarde; yo venía un metro atrás con las cañas en una mano y la caja con los elementos de pesca en la otra, un poco distraído y ansioso por llegar a un lugar raso y lanzar la línea al agua para sacar un dorado, un surubí o, en fin, cualquier otra cosa que no fuera un bagre mugroso. De repente, Lucila se detuvo de golpe y pegó un grito, soltó el bolso y abrió los brazos hacia atrás para detenerme. Qué pasa, le pregunté; una yarará, me respondió, tené cuidado porque estas te matan, agregó, y comenzó a retroceder con mucha cautela. Una yarará, le dije, irónico, debe ser una culebrita, las yararás aparecen en los cuentos de Horacio Quiroga, no en la vida real; pero Lucila era de San Pedro, cómo iba a confundir una culebra inofensiva con una yarará, o aun, cómo podía contradecirla yo, que soy un citadino inexperto que solo opina porque vio programas sobre gatos obesos o perros culeros en Animal Planet. Dejame pasar que voy y te la saco de en medio enseguida, le dije, tratando de mostrar una valentía que surge apenas en los primeros tiempos de una relación; vos estás loco, nene, es una yarará de la cruz, me advirtió Lucila; pero yo ya había agarrado un palo del piso y arremetía contra la bicha lanzándole golpes de costado, mientras ella, alternadamente, se anidaba en el centro de su cuerpo y luego levantaba la cabeza y la bamboleaba, amenazadora, haciendo flamear esa lengua bífida y rosada que me daba más miedo que ninguna otra cosa. Lancé muchos golpes, quince, veinte, de un lado y del otro, pero creo que habré acertado tres, a juzgar por el ruido seco que hizo la punta del palo. Sí, no le di más de tres golpes, sin embargo, fueron suficientes como para dejar a la víbora debatiéndose entre la vida y la muerte. Se contorsionaba, se levantaba y caía, se enroscaba en sí misma, soltaba un silbido agudo que podía ser de rata, de pájaro o, no sé, de cualquier ser fantástico, de esos que en su interior albergan mil muertes. Nosotros mirábamos a la víbora con una mezcla de susto y sorpresa de que todavía no se hubiera muerto, porque los pocos golpes que le había dado habían sido muy duros. El tiempo pasaba y la yarará seguía con sus movimientos desesperados, pero de súbito se quedó quieta, como si en una fracción de segundo lo hubiera entendido todo, entonces se irguió lentamente, desafiante, soberbia, conocedora de su poder letal. Con Lucila retrocedimos dos pasos, todavía tomados de la mano, listos para esquivar el ataque inminente, pero la bicha se echó bien hacia atrás y entonces sí, se volvió jichi, basilisco, hidra, dragón..., soltó un silbido escalofriante, abrió la boca y atacó su propio cuerpo. Lo mordió con un odio tan feroz que me puso los pelos de punta. Después de morderse, habrá dado dos sacudidas rápidas y enseguida su cuerpo se ablandó. Ya incapaz de hacerle daño al ser insignificante que la había herido de manera tan boba, se mató a sí misma. Miré a Lucila, le solté la mano y me acerqué al animal. Vos estás loco en serio, esperá un poco, me hacés el favor, me gritó; pero yo no pude evitar ir a mirar a la bicha bien de cerca, directo a los ojos, porque sonreían, lo juro, aunque yo no tengo la seguridad de que los ojos de una yarará puedan sonreír.

19 de julio de 2017

El programa


Hace unos meses me invitaron a participar en un programa cultural de radio. Me llamó un tipo que se presentó como el jefe de producción y me dijo que, después de haber leído mis últimos libros, él consideraba que yo era la persona más apropiada para hablar del futuro de la literatura y de otras cuestiones relacionadas con las letras contemporáneas. En ese momento, tuve muchas ganas de preguntarle si él consideraba que la @ era una letra contemporánea, pero me lo guardé y le dije que sí, que iba a colaborar, sin tantear. Más tarde me di cuenta de que tendría que haberme hecho desear un poco, de que hubiera sido mejor indagar sobre qué tipo de programa era, el nombre, si hablaban de política, si se trataba de una radio under o de primera línea…, no sé, como mínimo preguntarle a qué hora salía al aire, porque justo este último punto fue el que mayor desazón me causó cuando lo supe: iba los martes de 3 y media a 5 de la madrugada. Desde hace un tiempo estoy tratando de llevar una vida más saludable, me despierto a las 7 de la mañana, salgo a correr una hora por el parque, tomo un baño con sales aromáticas, desayuno cereales con exprimidos naturales de esas frutas que tienen la mayor concentración de antioxidantes y recién entonces me siento a escribir en el ordenador, a eso de las 10. Así que tener que estar despierto a la hora en que la audición salía al aire significaba romper mi rutina, no poder dormir bien, lo cual no era el mayor problema, una trasnochada no le hace mal a nadie, lo grave era que tenía serias dudas de que a esa hora pudiera decir algo brillante. No tardé demasiado en notar que había omitido un factor todavía más grave: a las 3 y media de la mañana no habría nadie del otro lado que escuchase mis apreciaciones. Estuve todo ese día evaluando si debía cancelar mi participación o no, pero mi espíritu obsesivo me impedía cometer semejante suicidio psicológico, porque quiero que quede bien claro que lo mío no se trata de responsabilidad o respeto hacia el prójimo, no, se trata de cumplir con la palabra hipotecada, de no fallar, que es muy diferente.
La noche del encuentro seguía encabronado por haber aceptado la invitación tan de prisa, por eso quise compensar mi error..., castigarlos, llegando sobre la hora. Me tomé un buen tiempo para elegir un par de libros míos, señalar qué trechos iba a leer o a comentar, escribir unos apuntes acerca de cuál era el espacio y la misión de la literatura en el siglo XXI y, al fin, salir hacia el lugar. Cuando entré en el estudio, me di cuenta de que éramos solo cuatro personas en la radio: el guardia de seguridad de la puerta, el técnico de sonido, el locutor y yo. Todos teníamos ese aire de ensoñación letárgica que esconde un sueño reprimido a duras penas. El locutor me recibió con cierta apatía y me invitó a que me sentara frente al micrófono y me colocara los auriculares, me hizo notar que había llegado un poco retrasado y que por eso -una pena- no habíamos podido tener una charla previa para pactar de qué íbamos a hablar, me dijo que el programa ya-ya estaba saliendo al aire. Detrás del cristal, el técnico levantó el brazo derecho como haciendo el saludo fascista, cerró la palma de la mano pero dejó el dedo índice en ristre, enseguida lo bajó e hizo que sí con la cabeza. Una luz roja se encendió en el estudio. “Aquí estamos, viajeros de la madrugada, adláteres de los libros, centinelas de las quimeras”. Cuando escuché aquella gansada me llevé las manos al rostro y maldije por dentro, cómo se me había ocurrido que me irían a invitar a mí, justo a mí, a un programa decente.
En fin, la entrevista transcurrió con la lentitud propia de una babosa arrastrándose por el piso, intercalada con pausas musicales anestésicas y anuncios publicitarios de comercios barriales. El locutor me hacía las preguntas y se quedaba mirándome fijamente, pero no me veía, su cabeza estaba colocada en una hermosa almohada imaginaria, lejos de aquel lugar. Yo trataba de ponerle un poco de entusiasmo a las respuestas, aunque dudo que lo haya conseguido, los silencios en el diálogo eran tan largos que me aturdían. Si me preguntaran qué dije, en verdad no lo recuerdo y poco importa, porque largaba lo primero que venía a mi mente, creo que hablé del bustrófedon, de fútbol, de la preponderancia de la espiral en la realidad culta, de las Kardashian. No sé.
Cuando salí de la radio ya se veía la claridad del nuevo día, lo primero que hice fue llamar a mi novia por teléfono para preguntarle qué le había parecido el programa; ¿El programa, hum..., qué programa?, ah, discúlpame, mi amor, es que anoche me olvidé y ahora estaba durmiendo, me respondió sin afectar siquiera un poco de aflicción... o fastidio; No te preocupes, bonita, será la próxima vez, le dije, sabiendo que nunca habría una próxima vez y que nuestra relación había llegado al final.
Era abril, hacía un poco de frío, así que me ajusté el suéter, encajé mis libros debajo del sobaco izquierdo, metí las manos en los bolsillos del pantalón y fui medio al trote hasta el McDonald's de la esquina. Una Cajita Feliz con doble ración de fritas y una coca-cola de un litro, por favor, le pedí a la dependiente, que me miró con extrañeza, entonces agregué, vaya programa, ¿no?, dicen que los gustos hay que dárselos en vida.

28 de abril de 2016

Shinpu


Volvía de la ciudad a pie, como todas las noches de martes, viernes y sábados. No eran más de tres kilómetros, el primero lo hacía por una calle de asfalto que atravesaba el pueblo en toda su extensión, desde el río hasta la estación Iyo-Saijō, y los dos restantes por un camino de tierra que corría -en cierta forma- caprichoso, uniendo las casas de los que habíamos elegido vivir en la montaña. Algunas veces recorría el trayecto en bicicleta, pero la bicicleta siempre me ensuciaba los pantalones con grasa o con barro, o hacía que transpirara demasiado y no me viera tan aseado como mi trabajo lo exigía: yo era uno de los tres meseros del único restaurante decente de Shikoku.
Ese viernes estaba bastante cansado, habíamos servido la cena anual del personal de la empresa Hayashi, unas treinta personas, y yo no había parado ni un segundo de llevar bebidas o de remplazar platos sucios por limpios, así que volvía a casa con la mente en blanco, tratando de no pensar en nada, menos en ese tipo de asuntos raros, aunque ahora todo me parezca raro y confuso. Cuando algún escéptico me pregunta si esa noche había bebido alcohol o si conseguía ver bien por dónde caminaba, siempre le digo lo mismo, no bebo ni una gota de sake cuando trabajo, y llevo una pequeña linterna en el bolsillo, pero es innecesaria, los que vivimos en las afueras sabemos que no hace falta, que la noche se parece mucho a un día despejado.
Levanté la vista porque, justo encima de mi cabeza, oí un sonido grave y vibrante que me hizo temblar todo el cuerpo, incluso la tierra que pisaba, como si dios hubiera pronunciado una erre descomunal. En principio, pensé que se trataba de un trueno, pero no, aquello era un zumbido tan inquietante e irreal que casi no puedo explicar. Me agaché instintivamente y lo que vi pasar por el cielo no fue exactamente un avión, sino el esqueleto de un avión, una maqueta de aeromodelismo gigante hecha de un metal negro y opaco. Agucé la vista y me pareció que no había nada dentro, podía ver el cielo salpicado con algunas estrellas a través de aquel armazón pelado. Era todo muy extraño, no encontraba una explicación y la necesitaba con urgencia, lo primero que me vino a la cabeza fue que se trataba de un experimento del gobierno, de un nuevo prototipo no tripulado que había perdido el control. Lo cierto es que el armatoste siguió en picado unos doscientos o trescientos metros más y se estrelló al costado del camino. Cuando golpeó contra la tierra no hizo ningún ruido, pero se incendió de inmediato, y así de rápido también se extinguió el fuego. Yo sabía que alguna vez iba a presenciar un accidente, un terremoto u otra catástrofe, en realidad, era algo que había deseado ocultamente, pero en ese momento me resultó ominoso, como sucede con cualquier deseo prohibido o macabro que -por desgracia- se hace realidad. Estaba clavado en el lugar, sin animarme a dar un paso en ninguna dirección. Cuando apenas quedaban unas escasas columnas de humo tenue, vi que de los restos chamuscados salía un hombre, avanzaba hacia mí trastabillando, errático, con los brazos estirados, de manera implorante y, a la vez, amenazadora. A medida que se aproximaba, me di cuenta de que sus rasgos me resultaban familiares, demasiado familiares, tuve tanto miedo que cerré los ojos con fuerza y comencé a tararear la Canción de las rosas, al rato, cuando los abrí, todo estaba como si nada hubiese pasado.


Diario personal del Teniente Yukio Seki, 24 de octubre de 1944, 23.15 hs. Finalmente llegó, esta es la noche previa al primer ataque. Como no puedo dormir me entretengo pasando las páginas del manual To-Go de manera automática, sin concentrarme demasiado en lo que dice, pero no importa, ya conozco todas las instrucciones de memoria: Elimina cualquier pensamiento sobre la vida y la muerte. Sigue recto por la pista. Respira tres veces y di mentalmente Yah, Kyu, Joh. Sé alegre de corazón y alma. Acelera al máximo hacia el objetivo. Los dioses y los espíritus de tus camaradas muertos estarán contemplándote. Grita Hissatsu y lánzate, luego serás un dios... Pero no quiero ser un dios, ni estar en el Santuario Yasukuni, solo desearía volver a mi ciudad natal, a mi montaña con sus caminos serpenteantes, a los cerezos floridos, a los brazos de la mujer que espera un hijo mío; pero no, alguien me condenó a subirme a un caza Zero y a que, desde mañana, me estrelle una y mil veces, cada noche, a la hora en que los fantasmas se visten de premonición y salen a buscarle algún sentido a lo que ya nunca lo tendrá.