22 de diciembre de 2013

La noche de la noche


La fiesta se desarrollaba como cualquier encuentro actual, los invitados ya se habían entonado desde muy temprano con tragos o sustancias y habían llegado al bar con espíritu de avant-goût y un ímpetu exagerado, mezcla del alcohol, el entusiasmo y la esperanza de no irse -otra vez- solos por la mañana. Era un circular constante de personas que iban desde la barra de bebidas al grupo de amigos y del grupo de amigos a la barra de bebidas, haciendo cortas escalas en destinos intermedios para besarse o manosearse con cualquiera que lo propusiera. Ya todos habían adquirido esa característica mirada de ave de rapiña y no dejaban de amenazarse unos a otros para ver quién terminaría siendo la comida de quien, agazapados como buitres a los costados de la carretera, esperando a que otro carroñero dejara los despojos de un cadáver para dar cuenta de ellos. Yo también me enganché, lamí y sobé a cuanta mujer se me puso delante, qué más daba, si al final todos habríamos probado la saliva de todos y todos habríamos comido la regurgitación de algún otro. Hasta que, asqueado de aquello, decidí salir a la calle para tomar un poco de aire fresco. Abrí la puerta y me golpeó lo peor: era la noche de la noche, ese gusano enquistado en el corazón del alma, más o menos a la altura de las cuatro de la madrugada, a esa hora en la que puedes reír o llorar, desleír tu cuerpo y luego gritar, o simplemente desaparecer por la alcantarilla, pues nada tendrá sentido, ni siquiera ilusionarte con la fatua idea de que lo que vayas a escribir para contarlo tenga tintes literarios.