La fiesta se desarrollaba como cualquier encuentro actual, los invitados ya se habían entonado desde muy temprano con tragos o sustancias y habían llegado al bar con espíritu de avant-goût y un ímpetu exagerado, mezcla del alcohol, el entusiasmo y la esperanza de no irse -otra vez- solos por la mañana. Era un circular constante de personas que iban desde la barra de bebidas al grupo de amigos y del grupo de amigos a la barra de bebidas, haciendo cortas escalas en destinos intermedios para besarse o manosearse con cualquiera que lo propusiera. Ya todos habían adquirido esa característica mirada de ave de rapiña y no dejaban de amenazarse unos a otros para ver quién terminaría siendo la comida de quien, agazapados como buitres a los costados de la carretera, esperando a que otro carroñero dejara los despojos de un cadáver para dar cuenta de ellos. Yo también me enganché, lamí y sobé a cuanta mujer se me puso delante, qué más daba, si al final todos habríamos probado la saliva de todos y todos habríamos comido la regurgitación de algún otro. Hasta que, asqueado de aquello, decidí salir a la calle para tomar un poco de aire fresco. Abrí la puerta y me golpeó lo peor: era la noche de la noche, ese gusano enquistado en el corazón del alma, más o menos a la altura de las cuatro de la madrugada, a esa hora en la que puedes reír o llorar, desleír tu cuerpo y luego gritar, o simplemente desaparecer por la alcantarilla, pues nada tendrá sentido, ni siquiera ilusionarte con la fatua idea de que lo que vayas a escribir para contarlo tenga tintes literarios.
22 de diciembre de 2013
La noche de la noche
La fiesta se desarrollaba como cualquier encuentro actual, los invitados ya se habían entonado desde muy temprano con tragos o sustancias y habían llegado al bar con espíritu de avant-goût y un ímpetu exagerado, mezcla del alcohol, el entusiasmo y la esperanza de no irse -otra vez- solos por la mañana. Era un circular constante de personas que iban desde la barra de bebidas al grupo de amigos y del grupo de amigos a la barra de bebidas, haciendo cortas escalas en destinos intermedios para besarse o manosearse con cualquiera que lo propusiera. Ya todos habían adquirido esa característica mirada de ave de rapiña y no dejaban de amenazarse unos a otros para ver quién terminaría siendo la comida de quien, agazapados como buitres a los costados de la carretera, esperando a que otro carroñero dejara los despojos de un cadáver para dar cuenta de ellos. Yo también me enganché, lamí y sobé a cuanta mujer se me puso delante, qué más daba, si al final todos habríamos probado la saliva de todos y todos habríamos comido la regurgitación de algún otro. Hasta que, asqueado de aquello, decidí salir a la calle para tomar un poco de aire fresco. Abrí la puerta y me golpeó lo peor: era la noche de la noche, ese gusano enquistado en el corazón del alma, más o menos a la altura de las cuatro de la madrugada, a esa hora en la que puedes reír o llorar, desleír tu cuerpo y luego gritar, o simplemente desaparecer por la alcantarilla, pues nada tendrá sentido, ni siquiera ilusionarte con la fatua idea de que lo que vayas a escribir para contarlo tenga tintes literarios.