El asadito

Se gustaron desde el primer día de clases, apenas se cruzaron sus miradas. Se sentaron juntos, estudiaron juntos y ocasión que encontraban, la pasaban el uno con el otro. Era uno de esos noviazgos de barrio característicos en los que todo el mundo está de acuerdo y las propias familias de los tórtolos acaban conociéndose y reuniéndose los domingos para comer asado y planear el destino del futuro matrimonio. En general, las dos familias se reunían en la casa de la novia, ya que Miguel, su papá, era el asador oficial. Se juntaban cerca del mediodía, tomaban Gancia, se emborrachaban, se reían, se empujaban, hablaban a los gritos, se superponían, jugaban al truco, contaban las mismas anécdotas, festejaban chistes malos o frases ordinarias, y después de quedar atascados de comida, todos hacían la vista gorda cuando los jovencitos se escabullían hacia algún cuarto para conocerse un poco más en profundidad. Los demás continuaban conversando alrededor de la mesa acerca de qué profesión le convenía seguir a los novios y cuál debería ser la cantidad, sexo y nombre de sus futuros hijos.

-¿Y los chicos?- preguntaba de vez en cuando alguna tía indiscreta.

-Dejalos, Marta, están jugando, son chicos, vos lo acabás de decir- se enfurecía la madre del novio, tratando de que la solterona no interviniese en las actividades semiclandestinas de los púberes, no fuese cosa que la parejita se disolviera por una tontería así, con lo buen mozo que era su consuegro y con lo bien que preparaba los chorizos.

Resultó muy efectivo el cuidado que les prodigaron a los muchachos, pues no sólo consiguieron que después de seis años de noviazgo se casaran -una mañana de abril los disfrazaron de muñecos de torta y los empujaron al Civil-, sino que, entre todos, aún hoy, después de doce años, sostienen un matrimonio que jamás funcionó como tal. Eso sí, cada domingo al mediodía, las dos familias se reúnen para disfrutan del asado de Miguel, que es lo importante en esta historia.