Sueños verdes

El baile, los gritos, saltos y sacudidas ya habían quedado atrás y todo estaba en calma. Se habían formado algunos corrillos, dispersos por las habitaciones de la casa, mientras que otras personas estaban sentadas en el piso o dormían sobre los sillones. Yo me había arrellanado en un largo y antiguo sofá con olor a humedad al que le habían puesto una tela de color verde oscuro para darle algo de dignidad. Estaba más acostado que sentado, con el mentón clavado al pecho, las piernas semiabiertas formando una V de ángulo cerrado y las plantas de los pies llanas al piso. A mi izquierda había una adolescente que se debatía entre el sueño y el aburrimiento. Era linda. Al principio creí que se trataba de un embuste de mi imaginación, producto del alcohol, pero no, con osada lentitud se fue acercando hacia mí hasta que, finalmente, se acostó sobre mi pecho, boca abajo, como si fuera un bebé que se quedase dormido después de comer, pero no estaba dormida, apenas no hablaba y por eso parecía dormida. Comencé a acariciarle las piernas que colgaban aún más abiertas sobre mis piernas abiertas, se las acariciaba despaciosamente, como así también su cola, que era pequeña, dura y redonda. Ella me dejaba hacer a la vez que frotaba su cabello oscuro y perfumado en mi rostro. No hablaba, sólo emitía un ronroneo subsónico mientras ajustaba su sexo al mío. Pero algo la distrajo: una risa de metralla que vino desde la cocina como el séptimo de caballería en el momento en que los Sioux están por acabar con todos, entonces salió de encima de mí y se fue a acurrucar a la otra punta del sofá, donde se quedó dormida.